A las 23:40 del 2 de marzo de hace un año, dos asesinos le metieron tres tiros en el abdomen a Berta Cáceres.
La conmoción mundial fue unánime. Un año antes, en abril de 2015, la ecologista hondureña había recibido el Goldman Environmental Prize, el Nobel verde, y tras su fallecimiento Estados Unidos, la ONU y hasta el Vaticano exigieron el esclarecimiento del caso. Berta Cáceres pasó entonces a ser un símbolo de defensa de la tierra en un país donde los héroes se cuentan por muertos.
Sin embargo, un año después, los lamentos y la conmoción por su muerte han servido de poco. El proyecto hidroeléctrico que le costó la vida sigue en manos de DESA, la sospechosa empresa de donde salieron los asesinos, los autores intelectuales de su muerte no han sido capturados y, con 123 activistas asesinados en los últimos 6 años, Honduras sigue siendo el país más peligroso del mundo para los defensores de la tierra.
Paralelamente el asesinato de Cáceres ha revelado los profundos vínculos entre un puñado de familias hondureñas, el ejército, el partido en el gobierno y varios megaproyectos hidroeléctricos en marcha.
Concretamente la construcción de la presa hidroeléctrica Agua Zarca, un gigantesco proyecto que vaciaba el río Gualcarque, sagrado para los indígenas y contra el que se movilizó Cáceres, sigue en manos de la compañía Desarrollos Energético SA (DESA) propiedad de la poderosa familia Atala presidida por Roberto David Castillo Mejía, exagente de inteligencia militar y empleado de la empresa energética estatal de Honduras.
Aunque inversores holandeses y finlandeses y la empresa pública china Sinohydro anunciaron ambiguamente su retirada del proyecto debido al reguero de muertos que provocaba, la concesión se mantiene intacta en manos de los Atala a pesar de los nexos entre altos cargos de la empresa y la muerte de la ecologista.
Un año después de la muerte de Berta Cáceres hay ocho detenidos y la investigación indica que el homicidio fue ordenado por el gerente de DESA, Sergio Ramón Rodríguez Orellana, también miembro retirado de los servicios de inteligencia militar, harto de la mujer que había levantado a los lencas contra la hidroeléctrica.
Sin embargo, todos esos expertos militares fueron incapaces de ejecutar ‘limpiamente’ la operación.
La noche del 2 de marzo, cuando dos hombres bajaron de un Volkswagen gris y entraron en la casa, descubrieron que en la habitación de al lado había otro hombre; Gustavo Castro. Castro había llegado el día anterior desde México donde dirige la organización Otros Mundos Chiapas. Eran viejos amigos que se habían ido a dormir después de echar un cigarro en el porche de la modesta casa de Berta Cáceres en La Esperanza.
Cuando el asesino le disparó a bocajarro le rozó la oreja y sólo le hizo un rasguño pero empezó a sangrar abundantemente y el sicario huyó del lugar pensando que estaba muerto.
“Detrás de la muerte de Berta están las elites económicas de Honduras que son las más interesadas en mantener esos proyectos que amenazan las comunidades indígenas. A medida que se han visto los vínculos con el ejército se ha opacado más la investigación” explica Castro a EL PAÍS desde Barcelona el único testigo del asesinato, discretamente alejado de los reflectores por temor a las amenazas recibidas.
Según las investigaciones el gerente de DESA pidió ayuda a uno de sus jefes de seguridad para que organizara el homicidio, en concreto al teniente retirado Douglas Geovanny Bustillo, a quien Cáceres ya había denunciado públicamente por amenazas.
“Sólo se ha detenido a cargos intermedios mientras que los culpables de ordenar el asesinato de mi madre siguen en la calle. No se han investigado las causas que provocaron su muerte” denuncia la hija de Cáceres, Berta, de 25 años, en EL PAÍS
Paralelamente no ha cesado el acoso a los ambientalistas.
«El mensaje es claro: si tu labor de derechos humanos molesta a los que tienen el poder, te matarán» dijo Erika Guevara Rosas, directora para Américas de Amnistía Internacional (AI).
Para la organización Global Witness “la reacción inicial de las autoridades fue lamentable trataron de encubrirlo como un crimen pasional y luego como un pleito dentro de la organización” explica desde Londres Ben Leather, responsable para América Latina de la organización.
“Exigimos al gobierno lograr la detención de quienes ordenaron estos ataques y que pongan en marcha un plan para la defensa de los ecologistas” exigió Leather. Global Witness ha documentado al menos 123 muertes de defensores de la tierra desde 2010 y dijo que es el país más peligroso del mundo para los defensores de la tierra.
Desde que Berta Cáceres fue asesinada, un grito de ira se repite en cada manifestación de protesta: “Berta Cáceres no murió, se multiplicó”. Sin embargo, un año después, también se han multiplicado los intentos por normalizar la muerte de un ecologista cada 15 días.
Tomado de internacional.elpais.com