Sin pruebas, sin datos, pero lleno de rencor. El presidente de EE UU, Donald Trump, ha dirigido su artillería tuitera contra su antecesor Barack Obama y le ha acusado en una serie de incendiarias tomas de haber interceptado sus comunicaciones durante la campaña. A lo largo de cinco entregas el presidente de Estados Unidos ha asegurado que «acababa de descubrir» que se grabaron conversaciones en sus oficinas en Nueva York «justo antes de la victoria». «Qué bajo cayó el presidente Obama para grabar mis teléfonos durante el sagrado proceso electoral. Esto es Nixon/Watergate», bramó en Twitter.
El ataque no tiene precedentes y hunde sus raíces en el escándalo de espionaje ruso que cerca la Casa Blanca. Las investigaciones han destapado las numerosas reuniones que miembros del equipo del actual presidente mantuvieron con representantes del Kremlin mientras el Partido Demócrata era objeto de una campaña de ciberataques orquestados desde Moscú y destinados, según los servicios de inteligencia, a favorecer a Trump y desacreditar a su rival Hillary Clinton. Personaje central de esta trama fue el embajador ruso, Sergei, Kislyak. Los contactos con el legado de Vladímir Putin y s ocultación le han costado el puesto al consejero de Seguridad Nacional, Michael Flynn, y esta semana han llevado al fiscal general, Jeff Sessions, a inhibirse de todas las investigaciones abiertas sobre la campaña y la conexión rusa.
Aunque no se ha demostrado que el equipo de Trump tuviera participación en los cibertaques, las indagaciones abiertas por el FBI, los servicios inteligencia, el Senado y la Cámara de Representantes se han erigido en la más seria amenaza contra el presidente. Acorralado, el multimillonario no sólo ha visto cómo su crédito quedaba erosionado, sino cómo la oposición demócrata resucitaba con el escándalo y las dudas surgían en su propio bando.
La respuesta de Trump ha sido, como todo en él, inesperada y brutal. Primero trató de atacar a los líderes del Partido Demócrata de la Cámaras, Chuck Schummer y Nancy Pelosi, por sus reuniones con el presidente Vladímir Putin. En su cuenta de Twitter, liberó ayer una imagen del senador Schumer con el mandatario ruso y exigió que se aclarasen los nexos. Esta mañana, cuando Estados Unidos aún estaba entre legañas, volvió a la carga.
En un intento desesperado para dar un giro al escándalo, Trump aseguró que el embajador Kislyak visitó 22 veces la Casa de Blanca durante la Administración Obama. «Y el año pasado estuvieron cuatro veces solos». Luego pasó a la acusación más grave lanzada desde que ocupó el poder: Obama grabó sus teléfonos en octubre, durante el «sagrado proceso electoral».
La imputación supone un salto cualitativo en su acostumbrada verborrea. Atribuye sin pruebas al anterior presidente la comisión de un delito e incluso lo parangona con el Watergate, que supuso la dimisión de Richard Nixon. De un solo gesto, pulveriza el pretendido tránsito hacia aguas más tranquilas que había emprendido tras el discurso el martes ante las Cámaras, y se sitúa de nuevo en su punto de partida. El de un político acostumbrado al matonismo verbal que usa de la intimidación y la desmesura para atacar a sus rivales.
Esta vez, quizá haya ido demasiado lejos. Obama aún tiene predicamento en amplios sectores de la sociedad estadounidense, y si Trump no aporta pruebas de sus acusaciones, la jugada se le puede volver en contra.
Tomado de internacional.elpais.com