El papa Francisco honró hoy a los «santos» que combaten el coronavirus, sacerdotes servidores o médicos y enfermeros, en una inusual misa de Jueves Santo en la basílica de San Pedro, prácticamente vacía para evitar contagios.
«Hoy querría expresar cercanía a todos los sacerdotes, desde el más reciente ordenado hasta el papa, porque todos somos sacerdotes», empezó el pontífice, en un templo se diría que espectral.
Francisco basó su homilía improvisada en el concepto del servicio y, por ello, empezó recordado a los sacerdotes muertos por asistir a los enfermos con el virus, que cifró en más de sesenta en Italia, pero también a los médicos y enfermeros que han perdido la vida.
Son, como ha repetido en otras ocasiones, «los santos de la puerta de al lado», apegados a la sociedad a la que sirven.
Francisco además habló de los sacerdotes que son «calumniados» y que muchas veces «ni siquiera pueden ir por la calle» porque les insultan por los escándalos que han salpicado a la Iglesia, en alusión a los casos de pederastia, aunque no lo citó expresamente.
Y tuvo palabras para los misioneros en tierras lejanas, caídos en las pestes, o los curas que asisten en las cárceles o en el entorno rural y conocen los nombres de todos los feligreses y vecinos, e incluso hasta de sus perros, dijo a modo de anécdota.
«Buenos sacerdotes. Hoy les llevo en mi corazón y al altar», dijo el papa, siempre con semblante serio.
Por eso se dirigió a todos ellos para defender la importancia del «perdón» porque, dijo, «todos somos pecadores», y les aseguró que el Señor está con ellos.
El papa ofició esta misa de Jueves Santo, que conmemora la Última Cena e inaugura el Triduo Pascual, prácticamente en solitario dentro de la basílica de San Pedro del Vaticano, debido a las restricciones impuestas para evitar la propagación del coronavirus.
No celebró el tradicional rito del lavado de pies, que en los años anteriores realizó fuera del Vaticano, en prisiones, reformatorios de menores, con discapacidades o ante refugiados.
Ni siquiera se ha podido realizar la misa Crismal, en la que se bendicen los santos óleos para impartir los sacramentos y que quiere celebrar después del Domingo de Pentecostés, el 31 de mayo, aunque si no es posible, dijo, habrá que esperar ya al 2021.
El papa presidió esta liturgia de Semana Santa en el Altar de la Cátedra, situado en el ábside de la basílica, donde además se expusieron dos imágenes a las que se ha encomendado para pedir el final de esta pandemia que azota al mundo entero.
Son el antiquísimo crucifijo de la iglesia romana de San Marcello al Corso, sacado en procesión en 1522, en tiempos de la peste negra y considerado milagroso por los fieles, y el icono bizantino de la Virgen «Salus Populi Romani», la más venerada en la capital, en la basílica de Santa María La Mayor.
Nada más acceder al templo, el pontífice procesionó apoyado a un báculo junto a un pequeño séquito desde el Altar de la Confesión hasta el ábside, como ya ocurrió el pasado Domingo de Ramos, y, una vez llegado ante el Crucifijo, echó incienso.
Los himnos fueron entonados por un reducido coro cuyos integrantes, por supuesto, tuvieron que mantener el preceptivo espacio de separación entre sí, aunque la eucaristía concluyó sin cánticos finales, sobriamente.
La asamblea también fue muy reducida, compuesta por una decena de prelados, monjas y sacerdotes, cada uno en un banco.
De este modo el Vaticano entra en un más que inusual Triduo Pascual, el periodo en el que los cristianos conmemoran la pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret, en esta ocasión sin fieles ni grandes demostraciones por la amenaza del coronavirus.
Una pandemia que ha afectado especialmente a Italia, con 18.279 fallecidos y 143.626 casos de contagios, pero también al Vaticano, donde se han registrado ocho enfermos. El papa se ha sometido a las pruebas pero ha resultado negativo. EFE